Escribir para vivir, soñar para escribir, escribir soñando, vivir
escribiendo. Soñar que escribes, escribes que sueñas: y todo es lo
mismo para que nada sea igual. Es curioso cómo la mezcla de unos
pocos verbos pueden dar cuerpo a una pasión que tiene momentos de
obsesión e instantes de huida: tal vez sean las dos cara de una misma
moneda de curso ilegal donde delitos como el espionaje, la mentira y
el allanamiento de morada son acciones de obligado cumplimiento. Y
todo con un fin sin destino, o con un destino sin fin: convertir las
palabras en espejos donde se refleja lo que no vemos, y hacer con
ellas ventanas por las que observar paisajes íntimos que nos dejan
expuestos a la voracidad del viaje ajeno. Sólo quienes se han sentido
consumidos por el placer doliente o el dolor placentero de la
creación pura y dura pueden comprender que el virus de la escritura
no admite más antídoto que el propio virus, y que la enfermedad sólo
encuentra cura en sí misma, en esa comunión entre la creencia y la
duda, entre el ser y el no estar, entre la dicha y la congoja, entre
el orgullo y el fracaso, entre el éxtasis y las sombras.
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