Teníamos todo el verano para descansar de las agotadoras clases. Nos prometimos no hablar de trabajo. El plan era sencillo, dormir cuanto nos apeteciera, comer todo lo que nos gustara, hacer ejercicio para no engordar, tomar el sol, conocer los pueblos cercanos y hablar con sus gentes. Mónica también incluía a los hombres en el programa Yo no estaba dispuesta a ilusionarme con ninguno; me conformaba con olvidar la decepción que había supuesto convivir seis meses con Javier.
Galicia nos esperaba. Llegamos a Sanjenjo sin contratiempos. El hotel, situado frente a la playa, nos pareció apropiado para disfrutar de unas vacaciones despreocupadas. Después de deshacer el equipaje y ducharnos salimos a dar un paseo antes de comer. Mónica estaba guapísima con el vestido de tirantes, muy corto, modelo desenfadado, – decía ella– el pelo largo, rubio y los ojos azules de princesa nórdica. En el hall un hombre moreno se acercó a nosotras. No dejaba de mirar los pechos provocativos de mi amiga.
– ¡Hola, me llamo Raúl; acabo de llegar y no conozco a nadie aquí
¿Puedo acompañaros?
– ¡Claro! –contestó Mónica–.
Me gustó su desparpajo y su físico. A juzgar por lo que veía podría quebrar mi promesa si él intentase seducirme pero su prioridad era Mónica. Todo era oscuro en su figura, pelo, cejas, ojos y piel. Sólo sus dientes, blancos y grandes, destacaban en aquella uniformidad. Era más alto que nosotras, quizás 1,80, delgado y musculoso. Tenía la apariencia del hombre latino que se sabe atractivo y aceptado por las mujeres.
Eligió el restaurante en el que comimos juntos el menú recomendado por él, marisco y pescado acompañados de vino albariño. El fin de una botella trajo el comienzo de otra y así, mientras comíamos y bebíamos, charlamos sin cesar. En realidad él acaparaba la conversación. Era biólogo y practicaba submarinismo. Decía que no había nada sobre la tierra que se pudiera comparar con las maravillas que se encontraban en el fondo del mar.
– ¿Y los seres humanos? –preguntó Mónica–.
– Si quisiéramos podríamos vivir allí.
– ¿Sin ver el sol, la luna y las estrellas?–indagué yo.
– El sol llega hasta allí, depende de la profundidad. Y también la claridad de la luna.
Dejé de preguntar al darme cuenta de que sólo se escuchaban el uno al otro.
–Traigo dos trajes de bucear para unos amigos míos que llegarán el miércoles. Os los prestaré y vendréis conmigo.
Pasamos el resto de la tarde bañándonos. Al atardecer Raúl nos llevó a Combarro en su coche. La última luz dorada del sol, que se reflejaba en los hórreos situados a la orilla del mar, le daba al pueblo un aspecto irreal. Las callejas llenas de gente, los bares ofreciendo su comida en la puerta y las innumerables tiendas de recuerdos típicos parecían estar fuera de lugar. El turismo proporcionaba al pueblo vida y recursos para subsistir pero desentonábamos allí. El pueblo fue asentamiento de gentes que trabajaban la tierra en terrenos situados al otro lado de la ría. Los hórreos servían para guardar las cosechas, que transportaban en barcas hasta ellos, y aperos de pesca. Raúl nos explicó que el interior de las viviendas era de tierra, sin apenas divisiones, y que el plano elevado en el que están situadas las casas permitía que las mujeres viesen cuando llegaban los hombres con la pesca o los productos de la tierra.
La cena fue menos copiosa que la comida. Mónica le contó a Raúl que éramos profesoras de inglés en un instituto situado en un pueblo que no quiso mencionar. Yo le seguí la corriente sin entender porqué ocultaba de dónde veníamos. Raúl no hizo ningún comentario. Estaba cansada, había conducido toda la mañana y deseaba acostarme así que con un ¡buenas noches! Me despedí de ellos. A las cuatro de la mañana llegó Mónica. Estaba muy excitada.
–Me gusta mucho, Eva, pero no quiero enamorarme.
Me pregunté qué importancia tenía si se enamoraba o no. Era experta en sustituir a un hombre por otro.
–No te preocupes, antes de que nos vayamos te enamorarás de otro.
–Tienes razón, por eso no quiero que sepa dónde vivimos. Coincidimos en algunas manías pero él tiene muchas más que yo. Golpea la puerta de casa un número par de veces después de cerrarla con llave; deja todas las persianas bajadas a la misma altura; se levanta con los dos pies; guarda todas las monedas que encuentra porque dice que le dan suerte; cada día de la semana saluda a la gente con una frase distinta, no...
–Para, para. Mañana me lo cuentas. Tengo mucho sueño.
–Mañana te darás cuenta de otra manía que me parece muy rara.
–No tendrá importancia. Después de conocer las tuyas nada puede sorprenderme. Hasta mañana.
Cuando desperté Mónica ya estaba en el mar con Raúl. Desayuné con calma y coloqué mi toalla en la arena, enfrente de la ventana de nuestra habitación. Las de ellos estaban pegadas. A pesar de que el sol calentaba con fuerza el agua estaba fría. Nadé unos minutos y salí a tomar el sol. Llegaron abrazados.
Nos desplazamos a Cambados para comer. En el trayecto Raúl nos explicó lo que íbamos viendo. Estábamos en la comarca del Salnés. Allí se cultiva la uva que posiblemente trajeron los monjes de Cluny y que, hecha vino, desprende aroma y sabor afrutados de gran calidad. Nos mostró los pilares de granito que sostenían las plantas. Durante la comida Mónica y yo comentamos lo hermoso que nos parecía el paisaje. Raúl callaba. Sólo cuando Mónica pidió un “helado” comenzó a hablar. Nos dijo que ésa era la palabra clave, que podíamos no haber pronunciado, para que él rompiera su silencio. Regresamos a Sanjenjo después de visitar dos bodegas y pasear por el pueblo. Al terminar de cenar me retiré sola. Mónica no regresó a la habitación hasta la mañana siguiente.
–Voy a bucear con Raúl ¿Vienes con nosotros?
–No. Ten cuidado.
Él regresó solo.
–No pude hacer nada por salvarla –dijo–Fue un accidente.
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